Buscando
la paz en las relaciones personales
¿Cómo hacer las
paces con un amigo, un hermano en la iglesia o con mi esposo/a
después de una discusión? ¿Por qué a veces nos cuesta tanto? ¿Qué
consejos nos da la Biblia en este tema?
Antes de considerar
la práctica de la reconciliación, necesitamos unas reflexiones
previas sobre la enseñanza bíblica en torno al enojo y la ira.
En este artículo
veremos como enfrentar los enfados y enojos, para que nuestra
relación de amistad o de pareja funcione correctamente.
El
enojo no siempre es pecado
De hecho hay
ocasiones en las que el no airarse puede ser ofensivo para Dios.
El silencio
cómplice ante determinadas conductas desagrada profundamente al
Señor.
Se nos dice de Pablo que mientras andaba por las calles de Atenas «su
espíritu se enardecía viendo la ciudad entregada a la idolatría»
(Hch. 17:16). Y ¿qúe diremos del mismo Señor Jesús cuando,
indignado, «cogió
un azote de cuerdas y volcó las mesas de los mercaderes en el
templo»
(Jn. 2:13-16). Hay, pues, un tipo de ira que lejos de ser pecado
expresa el enfado del creyente al contemplar el mundo con los ojos de
su Señor. Es lo que podemos llamar una ira santa y justa.
¿Cuándo
la ira se convierte en pecado?
Pablo, por otro
lado, nos da a entender que también es posible airarse sin pecar:
«Airaos,
pero no pequéis»
(Ef. 4:26). A la mayoría de nosotros nos hubiera gustado tener una
lista de situaciones en las que podemos enfadarnos sin pecar, pero no
se nos especifican. Es providencial que Pablo fuera muy inconcreto en
este punto. Al apóstol no parecen preocuparle los tipos y causas de
conflicto que llevan al enojo. Sin embargo, de manera inmediata
puntualiza la condición para que el enojo no se convierta en pecado:
«No
se ponga el sol sobre vuestro enojo»
(Ef. 4:26)
En otras palabras,
la ira llega a ser pecado cuando no va seguida de una pronta
reconciliación, «antes que se ponga el sol». Nadie debe acostarse
con el corazón dominado por la ira. Ello es así porque el enojo
guardado es el primer paso hacia el odio y ambos juntos crean un
caldo de cultivo idóneo para la amargura.
Y esta tríada es
instrumento favorito del diablo para destruir relaciones de todo
tipo, desde un matrimonio hasta la comunión fraternal en la iglesia.
Tanto el odio como la amargura necesitan de la «célula madre» que
es el enojo prolongado. Por esta razón Pablo señala como vital que
«el sol no se ponga sobre nuestro enojo».
Tener,
pero no retener la ira
Ningún creyente
debe hacer «conserva» de resentimiento en su corazón.
¡Qué triste es
cuando dos personas se echan en cara agravios u ofensas después de
largo tiempo, incluso años!: «Tal día hace cinco años me dijiste
o hiciste algo que me enojó mucho».
El hábito de hacer
la paz, perdonarse y volverse a acercar con prontitud, si es posible
antes de que acabe el día, es la mejor manera de prevenir
separaciones, divisiones y luchas en todos los ámbitos, en especial
la familia, el matrimonio y la iglesia, pero sin olvidar nuestras
relaciones laborales y sociales. Merece la pena invertir esfuerzos en
esta exhortación del apóstol, no sólo por sus efectos balsámicos
en las relaciones, sino sobretodo porque ésta es la voluntad de Dios
para todo cristiano que quiere imitar a su Señor.
¿Cómo
saber la salud de una relación?
En esta línea,
debemos afirmar que la salud de una relación, vg. el matrimonio, no
se mide tanto por lo mucho o lo poco que discuten o se enojan las dos
partes, sino por el tiempo que tardan en reconciliarse.
Este es el
termómetro más fiable: ¿Cuánto tiempo tardan en resolver sus
discusiones y enfados?
Si son capaces de
hacerlo pronto, esta relación tiene un fundamento excelente aunque
la frecuencia de sus «chispas» haga pensar lo contrario. Si tardan
días o semanas en hacer la paz, la relación se está envenenando
con la peor ponzoña: el enojo almacenado que lleva al desprecio del
otro, a la frialdad y, finalmente a la muerte de la relación.
Conozco casos de
matrimonios que han estado dos años sin dirigirse la palabra. Esta
forma de reaccionar nos lleva de forma natural a considerar los pasos
prácticos para lograr la reconciliación.
La
puesta en práctica: Pasos hacia la paz
Vamos de nuevo a
buscar la base bíblica, fuente de nuestra instrucción, para abordar
este punto crucial. Seguimos con Pablo, esta vez en Ro. 12, capítulo
antológico en el que se nos muestra cómo las nuevas relaciones de
aquel que ha nacido de nuevo deben estar marcadas también por
actitudes nuevas, algunas de ellas verdaderamente revolucionarias:
«No paguéis a
nadie mal por mal... Si es posible, en cuanto dependa de vosotros,
estad en paz con todos los hombres. No os venguéis vosotros mismos,
amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios. Así que si tu
enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber;
pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza. No
seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal» (Ro.
12:17-21).
Un paso previo:
evitar la venganza. «No os venguéis. Vence con el bien el mal».
El paso inicial para
la reconciliación es el autocontrol que nos permite detener nuestro
impulso natural de devolver mal por mal. Esta actitud, tan arraigada
en el corazón humano, es venganza. No debemos limitar el concepto de
venganza a sus formas más graves como la violencia planificada o el
homicidio. Estas formas extremas sólo se ven en casos excepcionales.
La venganza puede
ser mucho más sutil. De hecho, es una reacción casi espontánea de
nuestra naturaleza caída.
La observamos incluso en los niños: «¡Cuándo te coja!» o «me
las pagarás» son frases bastante habituales en el vocabulario
infantil. En sus formas «menores» todos hemos caído alguna vez en
la venganza, que es -en esencia- devolver mal por mal.
Esta reacción es
un obstáculo para restaurar una relación.
Si quieres la paz, no te dejes dominar por tu ego ofendido o tu
dignidad herida. Ciertamente no es nada fácil. Nuestro primer
impulso es: «Sus palabras (actos) me han hecho mucho daño y esto no
lo olvidaré nunca». Esta reacción es comprensible en un primer
momento porque expresa el dolor de una herida; pero enseguida debe
dar lugar al dominio propio, a evitar la «explosión». La palabra
de Dios está llena de consejos al respecto, en especial en el libro
de Proverbios:
«El
necio al punto da a conocer su ira; mas el que no hace caso de la
injuria es prudente»
(Pr. 12:16); «El
que fácilmente se enoja hará locuras»
(Pr. 14:17); «La cordura del hombre detiene su furor, y su honra es
pasar por alto la ofensa» (Pr. 19:11).
Este dominio propio
que no se deja arrastrar por la venganza y que auto controla las
explosiones de ira aun cuando tiene razón no es de origen humano
sino divino. Para conseguirlo no bastan nuestros esfuerzos o una
férrea voluntad; es sobrenatural porque viene de Dios (2 Ti. 1:7) y
es una parte del fruto del Espíritu. No se nos pide, por tanto,
luchar con nuestras propias fuerzas, sino con la ayuda poderosa del
Señor Jesús, ejemplo supremo de persona «mansa y humilde» quien
fue ofendido y humillado mucho más de lo que puede serlo cualquiera
de nosotros (recordemos, por ejemplo Is. 53).
Evitar la
venganza supone también renunciar a toda actitud o conducta
destructiva, sobre todo de formas aparentemente inocuas, como la
indiferencia.
Frases como: «Para
mí esta persona ha muerto»
son formas de venganza impropias del cristiano. Del escritor irlandés
G. Bernard Shaw son estas palabras que podemos hacer nuestras: «El
peor pecado contra el prójimo no es odiarle, sino mostrarle
indiferencia».
Una de las
experiencias más tristes que recuerdo de mi vida profesional como
psiquiatra es un juicio al que tuve que asistir en calidad de perito.
Una pareja cristiana se había separado y luchaba por la custodia de
sus hijos. Nunca olvidaré el día de la visita, cuando los ex
esposos tuvieron que verse las caras: las acusaciones, las calumnias
y, sobre todo, el odio que podía leer en sus ojos me produjeron una
memorable impresión. ¿Cómo es posible que dos personas,
supuestamente cristianas, que un día se amaron y se prometieron
fidelidad eterna, lleguen a odiarse tanto? ¡Cuán cierto es que en
todas las guerras sólo hay perdedores y derrotas!
El
camino hacia la reconciliación
Una vez ha surgido
la discusión y estamos enfadados, ¿cómo podemos llevar a la
práctica el consejo de arreglarlo lo antes posible? A continuación
doy siete sugerencias a modo de orientación. La lista, por supuesto,
puede ser mucho más larga, pero menciono estos pasos concretos
porque me ha sorprendido gratamente comprobar cómo su puesta en
práctica ha tenido unos efectos sorprendentemente positivos en
centenares de personas con problemas de relación. Muchas veces
fallamos en lo más básico, pero es en lo básico -en la base- donde
se encuentra el fundamento que sostiene el edificio. De ahí la
importancia de empezar por lo que parece sencillo.
1.-
Toma la iniciativa.
No esperes que sea
el otro quien lo haga, aunque creas que tienes tú toda la razón y
que es el otro quien te ha ofendido. No digas: «ya vendrá él/ella
si quiere». Dar el primer paso cuesta mucho, pero es una forma muy
práctica de devolver bien por mal, una de las marcas distintivas del
cristiano. A veces el esfuerzo parece inútil, sin resultados, pero
Pablo nos dice que «haciendo esto, ascuas de fuego amontonas sobre
su cabeza» (Ro. 12:20)
2.-
Cuida las formas.
Cuando dos personas
están enojadas, los gestos y las detalles son muy importantes porque
influyen mucho en el resultado final. Ello es así porque permiten
crear el ambiente propicio para la paz.
Por ejemplo:
*.- Procurad
hablar siempre sentados.
Se ha comprobado que estar de pie aumenta la agresividad (por ello no
hay actualmente localidades de pie en los campos de fútbol)
*.- Cercanía
física.
En la medida que la relación lo permita (vg. matrimonio, padres e
hijos etc.) acercaos físicamente. Cuanto más cerca, más probable
es que puedas mirarle a los ojos y descubrir en el otro un tú lleno
de sentimientos y necesidades. La mayoría de peleas se acabarían en
el momento en que fuéramos capaces de ver en el tú a un ser humano
por quien Cristo murió y no un enemigo objeto de mi ira. En el caso
de los matrimonios, el hablar cogidos de la mano es la máxima
expresión de lo que decimos.
3.-
Preparación:
oración
y silencio.
Antes de empezar a
hablar para solucionar el conflicto, orad juntos, en voz alta si es
posible. La oración tiene un poder extraordinario para cambiar
nuestras actitudes y nuestros estados de ánimo (Fil. 4:6-7). De la
misma manera, un breve momento de silencio, dos-tres minutos, aquieta
el espíritu para iniciar la conversación.
4.-
«Prohibido» chillar e insultar.
Hablad en el tono de
voz más suave posible. El volumen de la voz es inversamente
proporcional a las posibilidades de reconciliación; cuanto más se
chilla, más difícil es llegar a acuerdos. El levantar la voz,
aumenta la agresividad, y a la inversa: «la blanda respuesta quita
la ira, mas la palabra áspera hace subir el furor» (Pr. 15:1. Ver
también Pr. 25:11) igualmente, evita las palabras ofensivas, la
descalificación personal. Ningún desacuerdo, por grave que sea
justifica insultar al otro o faltarle al respeto.
5.-
Las palabras fruto de la ira apenas tienen valor.
Este es un punto
importante: cuando uno está muy enojado, las palabras no expresan lo
que de verdad hay en su corazón o en su mente, sino sólo el
sentimiento de ira del momento. Es un hecho conocido que la ira
ofusca la mente, obceca hasta la enajenación en casos extremos. Esta
realidad es bien conocida por jueces y psicólogos. Por consiguiente,
la creencia popular de que «cuando uno está enfadado dice lo que de
verdad lleva dentro» es errónea y de consecuencias nefastas, porque
se suele hacer un «museo» con estas desdichadas palabras que se
guardan durante años. Nunca prestes demasiada atención a las
palabras dichas en medio de una pelea.
6.-
Busca la paz, no que te den la razón.
Muchas personas se
acercan al otro después de una discusión con un enfoque judicial.
Aun sin darse cuenta, lo que buscan es que se les dé la razón o que
se les desagravie. Si surge la disculpa o la petición de perdón,
tanto mejor, pero ello no siempre es posible porque en muchos motivos
de discusión, más de los que imaginamos, ambos tienen su parte de
razón. Simplemente ven las cosas desde puntos de vista diferentes.
Una realidad universal es que no todos vemos la misma realidad de
igual manera. En estos casos es importante ponerse de acuerdo en que
están en desacuerdo. De ahí nuestra última sugerencia.
7.-
Escucha de verdad y ponte en el lugar del otro.
¿Por qué digo
escucha «de verdad»? La inmensa mayoría de veces, en medio de un
enfado, lo máximo que hacemos es oir al otro, pero raras veces le
escuchamos. Escuchar implica un esfuerzo por entender sus reacciones,
por qué habrá dicho o hecho tal cosa, qué razones o explicaciones
puedo encontrar a su forma de actuar. Cuando este esfuerzo es mutuo,
la paz viene sola.
A pesar de todo
ello, no siempre es posible «ventilar el tema» el mismo día, antes
de acostarse. A veces, incluso es preferible no hacerlo porque alguna
de las dos partes está muy encendida y el fuego puede volver a
avivarse si retoman el asunto demasiado pronto. Ya sea por razones de
temperamento o por la naturaleza del problema en cuestión, en
ocasiones es mejor «dormir sobre el asunto», dejarlo enfriar.
En este caso, lo
ideal es intentar hablar de nuevo al cabo de uno o dos días. Muchas
veces descubrirán con sorpresa que ya no necesitan hacerlo porque el
problema no les afecta tanto. ¿Qué ha ocurrido? Al apagarse el
enojo, el problema motivo de la discusión ha quedado reducido a su
tamaño real, mucho menor del que parecía tener horas antes. Sí,
los sentimientos negativos, en este caso la ira (ocurre también con
la ansiedad, la tristeza y otros sentimientos) siempre nos hacen ver
los problemas mucho mayores de lo que en realidad son.
Estas sugerencias
son como semillas. Su siembra paciente, realizada con humildad y
espíritu de oración, es terreno bien abonado para que el Señor de
nuestras relaciones las haga fructificar. Puede llevar su tiempo,
como toda siembra, pero no te desanimes porque hay alguien aun más
interesado que tú en derribar muros de separación: el Señor Jesús,
cuyo ejemplo nos inspira y cuya gracia nos fortalece en la debilidad.